Sunday, February 13, 2011

Los 1001 años de la lengua española - Antonio Alatorre

A cambio de la lata de asimilar una ortografía única, podemos darnos el lujo mucho más sólido de gozar de una lengua única.
-Antonio Alatorre

Amor a primera vista. Así es como defino mi relación con Los 1001 años de la lengua española de Antonio Alatorre. Y es que es difícil no sentirse atraído por la portada del libro, que es una superposición de letras latinas y árabes con los pictogramas de la cultura náhuatl que asemejan lenguas y representan el diálogo. Para los que hablamos árabe, la portada tiene la coquetería adicional de aparear a ciertas letras árabes con su equivalente latino. Por ejemplo, la letra س   (sin) está engarzada con la letra s; la ق (qaf), que tantos dolores de cabeza da los primeros años de estudio, se entrelaza con la q, y así sucesivamente. La portada fue diseñada por una Teresa Guzmán Romero, quien, aparentemente, también ha diseñado las portadas de otros libros publicados por la UNAM o el FCE.

Los 1001 años de la lengua española está a medio camino entre la historia política, la filología, y la narrativa. Esta es una obra de divulgación que no entra en detalles técnicos y ni siquiera tiene bibliografía al final. En ese sentido, la lectura de este libro es ágil y placentera, como cuando uno escucha a un abuelo sabio transmitir su conocimiento. Uno termina de leer este libro y le dan ganas de decir, “qué bonito volumen”.

Aunque al inicio el libro es más cercano a la filología que a otra cosa, con el tiempo se va acercando a una revisión histórica de la literatura de habla española. Alatorre explica muy bien que sin la literatura el español no se hubiera conservado como una unidad. Quizá hubiera evolucionado en una dirección muy parecida a la del árabe: un idioma culto que nadie habla y cientos de dialectos que no trascienden más allá del ámbito local.

Sin embargo, el carácter de esta obra no es un impedimento para que Alatorre entre en relatos apasionados y en polémicas inteligentes con sus lectores. La descripción que hace de la rivalidad entre los literatos del Siglo de Oro es sumamente divertida y cierra con una importante lección sobre el papel de la Academia de la Lengua en la preservación de palabras que vale la pena citar:

“En las riñas de hombres de habla española, los insultos preferidos eran cornudo, puto y judío; Juan Ruiz de Alarcón tachó de las tres cosas a Quevedo; Quevedo tachó sólo de judío a Góngora. En el Diccionario Académico de la Lengua figura la palabra judiada, ‘acción cruel e inhumana', que algunos quisieran borrar de allí, pero sin razón, puesto que sigue usándose en España.”

En este momento, y a fin de evitar que se nos acuse a Alatorre y a mí de antisemitas, vale la pena destacar que el autor dedica gran parte del libro a destacar las herencias que los judíos y los musulmanes dejaron en nuestro idioma hasta su expulsión de España. La forma en la que Alatorre relata la expulsión de los sefarditas, y su suerte en el exilio, es sumamente desgarradora. Algo hay de dramático y mucho de noble en una comunidad que siguió hablando el idioma de un país que la expulsó e ignoró hasta hace poco. Alatorre cierra su relato sobre los sefarditas con el discurso de Solomon Gaon, cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias otorgado a las comunidades sefaraditas en 1990.

A Alatorre no le alcanzó la vida para contemplar los cambios que el Internet y los teléfonos celulares están introduciendo en nuestras vidas, incluyendo la forma en la que nos relacionamos con nuestro idioma. Pero, para confirmar que no hay nada nuevo bajo el sol, ya había, a mediados del siglo XVI, gente que proponía que se empezara a escribir como lo hacen los internautas hoy en día:

“El más revolucionario de estos tratadistas es Gonzalo Correas. Su Ortografía kastellana hace tábula rasa de muchas formas que venían usándose desde la Edad Media, pero que ya no correspondían a la realidad de 1630. Correas (“Korreas, según su sistema) escribió un libro para que la ortografía de la lengua “salga de la esklavitud en ke la tienen los que estudiaron latín”. La h de honor corresponde a un sonido e latín clásico, pero sale sobrando en castellano; en latín, la h de Christus, de theatrum y de geographia afectaba la pronunciación de la consonante anterior, cosa que en español no ocurre; la u se pronuncia en la palabra latina quinta, pero no en la española quinta. Eliminemos, pues, las letras inútiles ‘para ke eskrivamos como se pronunzia i pronunziemos komo se eskrive, kon deskanso i fazilidad, sonando kada letra un sonido no más’.”

Es difícil argumentar contra algo que el autor no dijo, y en ese sentido es difícil saber cuál hubiera sido la posición de Alatorre ante los cambios que la tecnología está trayendo al español. Pero, basado en sus opiniones respecto a la Real Academia (un organismo que debiera recoger las palabras de uso común y describir su uso), me parece que no se escandalizaría con la forma en la que escribimos en nuestras computadoras y nuestros Smartphones. No obstante, me parece que hay un límite: Twitter, por ejemplo, nos está haciendo infinitamente más estúpidos. Al limitar nuestras ideas a 140 caracteres, nuestros pensamientos se vuelven más básicos, más primarios. Se argumentará que para todo hay un lugar, y que ideas sencillas se pueden “argumentar” en Twitter y construcciones mentales más complejas se pueden plasmar en un blog. Pues sí. Pero la perspectiva pesimista es que  los usuarios de internet se están segregando, poco a poco, entre los que pueden estructurar pensamientos complejos y los que no. Nos estamos convirtiendo en algo parecido al Mundo Feliz de Aldous Huxley. El fenómeno, sobra decirlo, no es exclusivo de un solo lenguaje; parece ser una tendencia mundial.

El español se democratiza cada día más. El hecho de que las academias de la lengua nacionales estén ya al mismo nivel que la academia de Madrid es testimonio de ello, así como la reciente creación de una academia en Guinea Ecuatorial, ese enclave hispanoparlante en África. No obstante, la insularidad sigue siendo un tema recurrente. Creo que muchos latinoamericanos estarán de acuerdo conmigo cuando digo que hay pocas cosas más irritantes que hablar con un español y escucharlo decir que no “hablamos bien”. Cuando el que lo dice es un catalán, un vasco, o uno de esos, la cosa deja de ser irritante y se vuelve de risa loca. Pero de cualquier forma, algo hay de pedante en la actitud de los españoles hacia la forma en que hablamos. ¿Por qué decir piscina si se puede decir alberca? Así piensa el español promedio. ¿Para qué tener dos palabras si una es suficiente? Me parece que los angloparlantes han encontrado maneras más efectivas de lidiar con la diversidad lingüística, ya que ven al idioma como algo parecido a una cuenta de ahorros: mientras más palabras y acentos tenga el idioma, mejor. Los hispanohablantes, herederos del franciscanismo pobrista, le tenemos tirria a la acumulación de riqueza y rechazamos que haya otras versiones del español que no sean la nuestra. En ese sentido, vale la pena citar a Alatorre y su defensa de la diversidad:

“Quienes dicen setiembre y lo bohque son tan perfectos hablantes de español como quienes dicen septiembre y los bosques, y si alguien insiste en sentir como “vulgares” las dos primeras formas, su sentimiento no cuenta.”

Y en su descripción del provincialismo español:

“A diferencia del leísmo, que goza de pleno prestigio, el laísmo es combatido actualmente en España por los profesores de gramática y no suele pasar al lenguaje literario, pero sigue bien arraigado en la lengua hablada. Los dos fenómenos coexisten en el norte y el centro de España, y sólo allí tienen vida. Esta región constituye por ello, como también por la pronunciación de la zeta, un islote anómalo en el conjunto de la lengua.”

En el futuro, me imagino, el español seguirá enfrentando a sus demonios viejos  como el miedo que se le tiene a las palabras extranjeras, el casticismo, la división entre América y Europa; y a desafíos nuevos, como la ya mencionada incursión de internet, y a la corrección política que intenta cambiar el idioma a rajatabla. Arturo Pérez Reverte es un espadachín en esta última lucha, como demuestra su más reciente columna.  

El español cambiará en la medida en que la gente así lo vaya queriendo.

Mientras tanto, aquí está Andrés Calamaro usando el futuro del subjuntivo.





Y aquí está el obituario que Guillermo Sheridan le hizo a Alatorre. 




Otras citas destacables del libro: 
Imaginemos que, en vez de “yo quepo, tu cabes…” y de “yo cupe, tu cupiste…”, muchos hablantes adultos dijeran en nuestros días “yo cabo, tu cabes…” y “yo cabí tu cabiste…”, que es como dicen constantemente los niños en todo el mundo hispánico. Los gramáticos pondrían el grito en el cielo. Bien visto, las formas yo cabo y yo cabí son las preferibles: satisfacen ese como apetito de claridad, simplicidad, regularidad y lógica, tan trabado con lo que llamaríamos instinto lingüístico. Los niños tienen razón. Sus padres y maestros, que hasta ahora hemos impedido que yo cabo y yo cabí se generalicen, estamos atentando contra la realidad lingüística en nombre de otra cosa, que llamamos “educación”.

Paradójicamente, la palabra español, o sea el nombre mismo de nuestra lengua, es un extranjerismo. La explicación de la paradoja no es difícil. Eran los extranjeros quienes veían a España como un todo. En España misma no había “consciencia de España”: se decía “soy navarro”, “soy leonés”, etc., pero no “soy español”. Además, (…) “España” era para los reinos cristianos una nación ajena. Si la palabra Hispaniolus se hubiera usado, habría dado como resultado españuelo. La palabra español es un provenzalismo.

El español tiene sobre una lengua romance como el francés, y sobre lenguas no romances como el inglés, una gran ventaja: que textos escritos hace siete y aun ocho siglos son casi totalmente comprensibles para el lector moderno. Si la literatura medieval tiene pocos lectores no es porque sea difícil de entender, sino porque sus temas, o su visión, o sus técnicas, tienen sustitutos mejores en tiempos más cercanos a nosotros.

Si en sus tiempos hubiera habido una Academia de la Lengua, los señores académicos no habrían tenido la menor dificultad en exponer a la vergüenza pública las múltiples incorrecciones del lenguaje cervantino: frases torpemente construidas, o construidas a la italiana, italianismos de vocabulario metidos a troche y moche, incongruencias, anacolutos, etc. Los académicos de hoy piensan, por supuesto, de manera distinta. Cervantes es su dos; lo llaman “espejo del idioma”; en cada aniversario de su muerte asisten a una misa conmemorativa,  y veneran en la Academia un retrato y un autógrafo de Cervantes, ambos falsos. Pero, colocado en sus tiempos, el Quijote es uno de los libros más llenos de “incorrecciones de lenguaje”.

En varios países, particularmente en Bolivia, hay zonas que siguen distinguiendo entre se calló y se calló, entre pollo y poyo, entre halla y haya. Muy probablemente llegará el día en que la elle, perdida del todo en la península, se conserve sólo en tierras de América, -y entonces los señores de la Real Academia la descalificarán, tachándola de “arcaísmo”.


2 comments:

  1. Me encantó el post Cempa. Está, en realidad, muy chido.

    Ahora, para empezar. Creo que la reacción que evocas de los españoles colonizadores se replica lamentablemente entre nuestros "hermanos" latinos. La peor experiencia que he tenido fue con una pareja de venezolanas buenísimas sonriendo porque yo hablaba primero "gracioso", y luego simplemente mal. Explicarles que cada país tenía un dialecto tan válido como cualquier otro fue una proeza inalcanzable. Nada más difícil de explicar que el dialecto. Me ha tomado varias discusiones convencer a algunos mexicanos que el náhuatl no es un dialecto, sino un lenguaje, que el dialecto es la "manera" de hablar un lenguaje: los españoles tienen su dialecto, al igual que los argentinos, bolivianos, etc. Simplemente, no entra. El náhuatl es de indios ergo es un dialecto. Nuestro español es mexicano ergo está mal.

    Otro tema: el español. Comprendo la necesidad de los catalanes y vascos de buscar una identidad propia, pero de ahí a negarse a llamar al idioma oficial español, es tan ridículo como si los ingleses llamaran al suyo sajón, los italianos florentino y los franceses langue d'oc. Decir español es un arreglo político que debió haberse tomado hace años. Ahora, lo peor de todo, es tener a gente en América latina (América latina!!) corrigiéndote el español por castellano. Eso sí, ya es una mentada de madre.

    Enhorabuena!

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  2. Antonio Alatorre inspiró a Alex Grijelmo para escribir su libro: "Defensa apasionada del idioma español" ello implica, que un filólogo mexicano está enseñando a los filólogos españoles a escribir y hablar el idioma y eso es notable ya que así ha evolucionado nuestro idioma.

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